No es la pasión la que descubre lo que vivo por ti. No es el amor. No es, ni siquiera, esa sensación enorme que me provoca haberte visto una sola vez. No puedo decir Te amo sin sentirlo; pero sí puedo sentir que te amo sin decírtelo. Lo peor es que, si bien me va en la encomienda de sonrojarte con palabras lindas, puede ser que esas palabras lindas le debiliten las piernas a mi alma; entonces pensaré francamente si lo que te he dicho es cierto, si no carece de propósito y sólo es el instinto incontrolable que ya se fue a esconder adonde mora lo más hermoso de ti.
Y luego me hablas. Yo pienso en lo que dices sin dejar de sentir las vibraciones de tu voz dulce que, como víbora, serpentea en todo mi cuerpo, incluso entre todos mis vellos. Después escucho una canción: ¡qué canción!, y pienso que debí de haberla escrito para ti, aun cuando mi cerebro se quede estático al pensarte sonriendo. Después no sé si despedirme. Luego no sé si el despedirme será, nuevamente, un suplicio transformado en la vaga ilusión de esperar el día en que te vuelva a ver.
Enciendo la computadora y los mensajes se apresuran. Cierro las ventanas únicamente para mirar el tablero y tratar de escribir estas palabras, pero sólo es posible después de ver una foto en la que tus ojos me dan la bienvenida a un páramo que siempre será de nosotros, sólo de nosotros. Camino en ese páramo y reconozco mi patria. Cierro los ojos, imagino tu ombligo —que jamás he visto— y me concedo el valor para gritarme que será mi casa. Y en mi casa, un cráter resbaladizo, siento que estás conmigo.
Corro lo más lento que puedo y veo la foto, allá, en mi patria, y percibo un olor que se repite como sistema de ecos. Siento unas manos que rodean mi pecho y un breve beso me sacude el pensamiento. Suspiro. Y el suspiro nos atrapa. Me doy valor con los ojos cerrados y busco tu boca, tu boca hermosa que sin duda es la llave a la gloria jamás ejemplificada por ningún artista, y la beso. Te beso. Trato de no ser infantil pero no puedo, mi pecho no controla las embestidas del motor que encierra y que hace fluir los líquidos vitales, y te digo No te vayas. Sonríes. Cuando lo haces yo me pregunto por qué debo sentir lo que siento, y sólo puedo concluir con algo que, a costa de mis más íntimas oraciones, puedes llegar a comprender: ¡siempre te estuve esperando!