lunes, 29 de junio de 2009

Uno de muchos

Hoy, en la lectura matinal, recordé un poema y me di a la tarea de buscarlo con la simple encomienda de pensar si me haría sentir lo mismo que me hizo sentir hace años. Hoy lo encontré. Hoy lo dediqué. Y espero sea el primero de muchos atiborrados de emociones. ¡Salud!


Hagamos un trato

Compañera,
usted sabe
que puede contar conmigo,
no hasta dos ni hasta diez
sino contar conmigo.
Si algunas veces
advierte
que la miro a los ojos,
y una veta de amor
reconoce en los míos,
no alerte sus fusiles
ni piense que deliro;
a pesar de la veta,
o tal vez porque existe,
usted puede contar
conmigo.
Si otras veces
me encuentra
huraño sin motivo,
no piense que es flojera
igual puede contar conmigo.
Pero hagamos un trato:
yo quisiera contar con usted,
es tan lindo
saber que usted existe,
uno se siente vivo;
y cuando digo esto
quiero decir contar
aunque sea hasta dos,
aunque sea hasta cinco.
No ya para que acuda
presurosa en mi auxilio,
sino para saber
a ciencia cierta
que usted sabe que puede
contar conmigo.

M. Benedetti.

domingo, 28 de junio de 2009

A una emoción sin nombre

¿Se les ha terminado algo sin haber existido? ¿Se les perdió algo que jamás tuvieron? ¿Encontraron, por fin, eso que los hacía sentir bien pero que nunca sería constante? ¿Se sintieron patéticos por pensar que todo estaría bien de ahora en adelante?
Justo así, cuando ya no hay nada más qué hacer, trato de ordenarle a mis manos que escriban, y apenas producen estas letras que carecen de aliento y se privan de todo sentido.

sábado, 27 de junio de 2009

Mis locos sueños

Bueno, quizá desperdiciaré mi tiempo pensando que no hay nada mejor que tragarme dos o tres libros. Quizá me diré dos veces que salir a caminar por el zócalo, esperando llueva para mojarme desquiciada y ferozmente, es un error, pero un delicioso y suculento error. Quizá, también, comeré tanto hasta que reviente sólo en el pensamiento. Quizá reviente en mis sueños. Quizá mis sueños no regresen. Quizá no quiero que regresen. O quizá regresarán otra vez para hacerme saber que no hay nadie más aquí, y que por más que quiera, mojarme en el zócalo sólo es una necesidad vaga que me dicta mi esquizofrenia. De todos modos, dormir caminando es especialmente hermoso. ¿No lo han hecho? Sé que es raro. Digo, ¿quién no se ha quedado dormido caminando? ¿No han eructado mientras fuman mariguana? ¡Rayos!, eso sí es imperdonable. Como sea, escribir estas líneas ahora que me siento tan erotómano, y después de lidiar con la danza loca de una foca que me sacó a bailar en Bellas Artes, no es nada. Por eso hoy dormiré tranquilo.

domingo, 21 de junio de 2009

Consecuencias

Toda sensación tiene su consecuencia. Digamos que si me lames el cuello, mi piel puede erizarse, mi morbo continuar el camino y, por ende, la sangre puede arrojar absolutamente toda su fuerza en mi miembro. En consecuencia, resolvería dividir mi ser para hacerte llegar una propuesta que, si bien llevada, puede lograr que continúes con tu lengua por todo mi cuerpo, hasta que encuentres mi alma que estará con los brazos abiertos, dispuesta a acariciar tu espíritu. En consecuencia, ¡será el mejor día de mi vida!

Sobre Dios

Me encontré con dos formas que, a mi parecer, son atinadas en todo sentido. Una, la primera, es de Mario Benedetti (¡que Dios lo tenga donde no se venga!), de su libro El mundo que respiro; la segunda es del libro Diálogos Borges-Sabato. ¡A juzgar!

1
Bendito sea el Señor
por haber decidido
tan espontáneamente
no existir

2
Orlando Barone: ¿Y qué opina de Dios, Borges?
Jorge Luis Borges: (solemnemente irónico) ¡Es la máxima creación de la literatura fantástica!

Los que nos queremos solos

Lo mejor de lo mejor
cuando no sufres de compañía
es cuando se va la monotonía
y se siente el grato fragor

Y puedes voltear la cama
inquietas al silencio
la sonrisa ya tiene precio
y ésta en la felicidad se empalma

Y te consagras como único
—muchos están solos por lo que son—
otros lo estamos de corazón
y dejamos al pasado fúrico

Los puntos y comas la ortografía
pierden sentido todo
de la compañía no hay rescoldo
y de la soledad trazas su geografía

Sueñas con el cielo y sus devenires
las estrellas están regadas en tu cuna
piensas en el punto medio de la luna
el deseo por verla se hace hambruna
la impaciencia se torna inoportuna
y los calmantes ya no son predecibles

Ventilas tu casa tu cuerpo tus sentidos
abres los ojos… no ves los puntos suspensivos
careces de gramática de política
ahora tranquila gobierna la retórica
hablas contigo de los besos prohibidos
de los viajes a tu cama compartidos

Y no hay nada más qué decir
comes de tus egos y tus gozos
con los recuerdos te haces rebosos
y las ruinas te propones resarcir

sales a la calle, buscas compañía
hay un tragamonedas una ginebra
ya no quieres nada la ilusión se quiebra
regresas a casa… otra vez vacía

viernes, 19 de junio de 2009

Xavier Velasco. En entrevista para El País


"Una mujer que se encuera en el escenario y para mantener a su familia deja que le laman el culo ciento veintiséis fulanos en una noche, me merece más respeto que quienes se la pasan criticando y diciendo lo que es bueno y lo que es malo".

jueves, 18 de junio de 2009

Les dejo a Sabina

Joaquín Sabina, como es sabido entre mis amigos, ha sido rudo con lo que siento; en su momento alimentó mis objetivos y quemó mis deseos. Sus canciones las escucho una y otra vez; y así, una y otra vez, me gustan más. Abrí una página y me encontré con este poema. Espero lo disfruten tanto como yo.

Lo peor del amor

Lo peor del amor cuando termina
son las habitaciones ventiladas,
el puré de reproches con sardinas,
las golondrinas muertas en la almohada.

Lo malo del después son los despojos
que embalsaman al humo de los sueños,
los teléfonos que hablan con los ojos,
el sístole sin diástole sin dueño.

Lo más ingrato es encalar la casa,
remendar las virtudes veniales,
condenar a la hoguera los archivos.

Lo peor del amor es cuando pasa,
cuando al punto final de los finales
no le quedan dos puntos suspensivos…

Tango para dos



¡Qué hermosa la oferta que una prostituta puede lanzar con la mirada desde la barra! Es gratificante el empeño con el que se abalanza —sin ningún movimiento— y atraviesa la cantina, se mete al vaso de licor que bebo y me dice “quiero una”. Es entonces cuando le digo, con la mano, pues los menesteres y rituales que ella domina son ajenos para mis inquietudes, que “está bien”, que ahora haga exactamente lo mismo que hizo con su mirada, pero que esta vez lo traduzca en movimientos corporales y que se siente a mi lado. Lo hace: se desplaza con sublimidad, soberbia, dejando su aroma enamorando al aire. “Buenas noches” me dice. Asiento con la cabeza y le retiro la silla. Cruza la pierna de inmediato y me deja ver que su cuerpo es la armonía perfecta, un candombe etéreo de los dioses africanos. Ella es mulata. Sus dientes blancos me precisan a admirar sus ojos, el contraste de sus ojos aguamarina. Está vestida de amarillo; un vestido entallado y zancón que la promueve desde la mesa hacia todos los que la desean. Bebemos. Ella no me mira. Es, hasta cierto punto, hostil. Predice mis movimientos: sabe que estoy nervioso. No es la primera vez que me siento así: la última vez, hace dos años, fue lo mismo: nervios, instantánea estupidez que se escapa de mis manos. Fue lo mismo hace años. Fue lo mismo: ella era la que años atrás me puso así. Creo que grabó en su memoria que soy cliente regular de las cantinas. Sabe que no quiero sexo. Sabe que yo le compraré una bebida y ella me comprará el espíritu en la vigilia.
Un hombre descerraja en la esquina. Otro cae al suelo con la copa, riendo de borracho, herido, casi muerto. Ella enarca la ceja, mira al cantinero y sacan el cuerpo por la puerta trasera. Todo es tranquilo en ese momento, excepto yo.
Siempre me enamoré al verla. Luego salía de la cantina y me olvidaba que estaba enamorado de la prostituta: así funciona con ella. Cuando percibe que estoy a punto de irme, porque, además, lo hago a propósito, ella resbala sus dedos en mi pierna y me dice que quiere más. Yo, por mi parte, dejo que el impulso haga lo suyo, levanto la mano y ordeno otra ronda para ambos. No sabe mi nombre. No sé cómo se llama. Pero nos llevamos bien: observamos todo, nos hacemos compañía en silencio.
Esta noche es diferente. La siento con los ánimos laudables. Sus comentarios primeros son vacuos, pero la dejo descansar la torpeza para que le imprima al momento la avidez necesaria para el diálogo. “Soy casada”, me dice. “Yo también” le anuncio, mientras bebo de un sorbo el licor. Sus ojos pugilistas ahora desvanecen y se deja conducir un poco, no sin perder el control. Con tesón me pide diez pesos para la rocola. Con tesón se los doy para ver cómo cruza la cantina, espera a que esté despistado y se meta la moneda en el busto. La música ya está programada. Regresa a la silla, sonríe. Saco otra moneda de diez y le pido que vaya nuevamente: “quiero tango”, le participo. La mulata ingresa la moneda y programa el tango.
En el cenit de los brebajes ya soltamos las almas al cenicero y nos tuteamos como si ella fuera mi esposa. No sé aún su nombre. En la pista de baile un eunuco predice el otro par de estruendos: el mismo del rincón dispara. El homosexual está muerto y nadie se levanta. La prostituta sonríe, mira al cantinero y los camilleros improvisados abandonan el cuerpo en la parte trasera.
El salón-cantina apaga las luces a las dos de la mañana y permite que por quince minutos todos en el tugurio hagan lo que quieran. Las prostitutas toman mesa, recogen dinero y comienzan las faenas. La mulata y yo ni nos acercamos. Los gemidos se escuchan. Todos sabemos que son fingidos pero exaltantes para la ocasión. Se enciende la luz de la pista, muy tenue. La rocola participa el tango.
La mulata sostiene la bebida mientras el tango sufre en el ambiente, carente de seguidores. Termina la melodía y nuestras bebidas también. Sobran unos minutos para que se termine el “momento feliz” y con la luz de la pista se delinean los cuerpos semidesnudos. Tango. Se escucha el bandoneón, nos invita a bailar. La mulata se levanta y me estimula: “las damas invitan”.
Caminamos a la pista, tomados por primera vez de la mano. En el centro se yergue mi acompañante y comenzamos a danzar. ¡Qué cosas nos depara el destino! Me platicó todo con sus movimientos. Me dijo que estaba enamorada de nadie; que yo me llamaba nadie y que nadie era para mí. Su cuerpo al mío era el acuerdo con Dios. Su elegancia era la tregua que los demonios pidieron algún día en el exilio. Su mirada en la mía y el olor de su respiración eran Ceres y Baco. Su pierna se engancha a la mía, mi brazo se escurre hasta su cintura y dejo que descienda su cuerpo, arqueando la espalda, para ver con la poca luz la humedad en el nacimiento de sus pechos. Se incorpora. Me besa con la mirada.
Regresamos a la mesa y me propongo en la bebida un relato mínimo: Se conocen las formas; algunas veces los sabores. Se escatiman las inhibiciones, se exhorta al deseo, a la furia desbocada de la sensualidad que se presente en la pista. El Tango es, por ahora, la mezcla ininterrumpida de los cuerpos que pretenden fusionarse no en el otro, sino en el sudor que resbala incluso por el espíritu, y que se salpica continuamente de una atracción etérea.
Son las seis de la mañana. Salimos por la puerta trasera y me doy cuenta del ritual: el cantinero le da dinero a dos personas. Éstas recogen los cuerpos y se los llevan a no sé dónde y, por esa noche, no hay huella.
Caminamos. Pienso en despedirme. El corazón se enfurece y me grita “no puede acabar aquí”. El cerebro, por otra parte, me inculca sus condiciones. Ella únicamente se sube a mi auto y me dice “conduce”. Conduzco sin rumbo. Vemos al sol naciente color rosa. Quiero estar con ella, sólo eso. Salimos a la carretera, nos perdemos en el tiempo y en el silencio. Ella coloca su codo en la portezuela y la mano en su frente. Y suspira. “¿Cómo te llamas?”, le suplico. Ella sonríe, me toca la pierna y me dice “vámonos a dormir”. Llegamos a un Motel. “La mejor habitación y un güisqui”, exige la mulata, la hermosa mulata de ojos bellacos.
Escucho la regadera y la interrupción del agua en su cuerpo. Toco la puerta. Deseo entrar. Ella no responde. La condición propuesta por mi cerebro me dice “entra”, el corazón se opone y me dice “es mejor que no lo hagas”. Se abre la puerta cuando estoy decidido a renunciar a todo. Ella está mojada. Observo su cara y lentamente desciendo mis propósitos en su cuerpo. La veo completamente bella. Sus senos son redondos y firmes. Hermosos. Luego veo un surco en su vientre; veo puntos claros alrededor de la línea que le partió la piel: ¡me encanta el carácter que le da la cicatriz! Busco con la mirada su sexo. Ahí está, palpitante, ansioso. No sé si está ansioso de mí. Me acerco a ella. Sonríe tiernamente y me exige, sin hablar, que abandone mi ropa. Lo hago. Me lava el cuerpo con inagotables caricias. Siento que mi espíritu fluctúa entre toda su anatomía perfecta. No hay morbo, pero sí hay reacciones en ambos. Sus pezones se endurecen y su mirada no se aparta de la mía.
Salimos de la regadera. Se acomoda en la cama. Oprime el botón que detona un Tango y su milonga. Concede el güisqui en todo su cuerpo. Vacía el contenido del licor en su ombligo y ahí, en la cama, bailamos Tango horizontalmente, sin hablar. Hacemos del tango una poesía para tocar los lugares vedados a los humanos. “Tú serás mi tango”, pienso mientras escucho a la mulata y la melodía que hace con suspiros y gemidos. Nos quedamos dormidos al terminar el Tango para dos. Todavía no sé su nombre…