¡Qué hermosa la oferta que una prostituta puede lanzar con la mirada desde la barra! Es gratificante el empeño con el que se abalanza —sin ningún movimiento— y atraviesa la cantina, se mete al vaso de licor que bebo y me dice “quiero una”. Es entonces cuando le digo, con la mano, pues los menesteres y rituales que ella domina son ajenos para mis inquietudes, que “está bien”, que ahora haga exactamente lo mismo que hizo con su mirada, pero que esta vez lo traduzca en movimientos corporales y que se siente a mi lado. Lo hace: se desplaza con sublimidad, soberbia, dejando su aroma enamorando al aire. “Buenas noches” me dice. Asiento con la cabeza y le retiro la silla. Cruza la pierna de inmediato y me deja ver que su cuerpo es la armonía perfecta, un candombe etéreo de los dioses africanos. Ella es mulata. Sus dientes blancos me precisan a admirar sus ojos, el contraste de sus ojos aguamarina. Está vestida de amarillo; un vestido entallado y zancón que la promueve desde la mesa hacia todos los que la desean. Bebemos. Ella no me mira. Es, hasta cierto punto, hostil. Predice mis movimientos: sabe que estoy nervioso. No es la primera vez que me siento así: la última vez, hace dos años, fue lo mismo: nervios, instantánea estupidez que se escapa de mis manos. Fue lo mismo hace años. Fue lo mismo: ella era la que años atrás me puso así. Creo que grabó en su memoria que soy cliente regular de las cantinas. Sabe que no quiero sexo. Sabe que yo le compraré una bebida y ella me comprará el espíritu en la vigilia.
Un hombre descerraja en la esquina. Otro cae al suelo con la copa, riendo de borracho, herido, casi muerto. Ella enarca la ceja, mira al cantinero y sacan el cuerpo por la puerta trasera. Todo es tranquilo en ese momento, excepto yo.
Siempre me enamoré al verla. Luego salía de la cantina y me olvidaba que estaba enamorado de la prostituta: así funciona con ella. Cuando percibe que estoy a punto de irme, porque, además, lo hago a propósito, ella resbala sus dedos en mi pierna y me dice que quiere más. Yo, por mi parte, dejo que el impulso haga lo suyo, levanto la mano y ordeno otra ronda para ambos. No sabe mi nombre. No sé cómo se llama. Pero nos llevamos bien: observamos todo, nos hacemos compañía en silencio.
Esta noche es diferente. La siento con los ánimos laudables. Sus comentarios primeros son vacuos, pero la dejo descansar la torpeza para que le imprima al momento la avidez necesaria para el diálogo. “Soy casada”, me dice. “Yo también” le anuncio, mientras bebo de un sorbo el licor. Sus ojos pugilistas ahora desvanecen y se deja conducir un poco, no sin perder el control. Con tesón me pide diez pesos para la rocola. Con tesón se los doy para ver cómo cruza la cantina, espera a que esté despistado y se meta la moneda en el busto. La música ya está programada. Regresa a la silla, sonríe. Saco otra moneda de diez y le pido que vaya nuevamente: “quiero tango”, le participo. La mulata ingresa la moneda y programa el tango.
En el cenit de los brebajes ya soltamos las almas al cenicero y nos tuteamos como si ella fuera mi esposa. No sé aún su nombre. En la pista de baile un eunuco predice el otro par de estruendos: el mismo del rincón dispara. El homosexual está muerto y nadie se levanta. La prostituta sonríe, mira al cantinero y los camilleros improvisados abandonan el cuerpo en la parte trasera.
El salón-cantina apaga las luces a las dos de la mañana y permite que por quince minutos todos en el tugurio hagan lo que quieran. Las prostitutas toman mesa, recogen dinero y comienzan las faenas. La mulata y yo ni nos acercamos. Los gemidos se escuchan. Todos sabemos que son fingidos pero exaltantes para la ocasión. Se enciende la luz de la pista, muy tenue. La rocola participa el tango.
La mulata sostiene la bebida mientras el tango sufre en el ambiente, carente de seguidores. Termina la melodía y nuestras bebidas también. Sobran unos minutos para que se termine el “momento feliz” y con la luz de la pista se delinean los cuerpos semidesnudos. Tango. Se escucha el bandoneón, nos invita a bailar. La mulata se levanta y me estimula: “las damas invitan”.
Caminamos a la pista, tomados por primera vez de la mano. En el centro se yergue mi acompañante y comenzamos a danzar. ¡Qué cosas nos depara el destino! Me platicó todo con sus movimientos. Me dijo que estaba enamorada de nadie; que yo me llamaba nadie y que nadie era para mí. Su cuerpo al mío era el acuerdo con Dios. Su elegancia era la tregua que los demonios pidieron algún día en el exilio. Su mirada en la mía y el olor de su respiración eran Ceres y Baco. Su pierna se engancha a la mía, mi brazo se escurre hasta su cintura y dejo que descienda su cuerpo, arqueando la espalda, para ver con la poca luz la humedad en el nacimiento de sus pechos. Se incorpora. Me besa con la mirada.
Regresamos a la mesa y me propongo en la bebida un relato mínimo: Se conocen las formas; algunas veces los sabores. Se escatiman las inhibiciones, se exhorta al deseo, a la furia desbocada de la sensualidad que se presente en la pista. El Tango es, por ahora, la mezcla ininterrumpida de los cuerpos que pretenden fusionarse no en el otro, sino en el sudor que resbala incluso por el espíritu, y que se salpica continuamente de una atracción etérea.
Son las seis de la mañana. Salimos por la puerta trasera y me doy cuenta del ritual: el cantinero le da dinero a dos personas. Éstas recogen los cuerpos y se los llevan a no sé dónde y, por esa noche, no hay huella.
Caminamos. Pienso en despedirme. El corazón se enfurece y me grita “no puede acabar aquí”. El cerebro, por otra parte, me inculca sus condiciones. Ella únicamente se sube a mi auto y me dice “conduce”. Conduzco sin rumbo. Vemos al sol naciente color rosa. Quiero estar con ella, sólo eso. Salimos a la carretera, nos perdemos en el tiempo y en el silencio. Ella coloca su codo en la portezuela y la mano en su frente. Y suspira. “¿Cómo te llamas?”, le suplico. Ella sonríe, me toca la pierna y me dice “vámonos a dormir”. Llegamos a un Motel. “La mejor habitación y un güisqui”, exige la mulata, la hermosa mulata de ojos bellacos.
Escucho la regadera y la interrupción del agua en su cuerpo. Toco la puerta. Deseo entrar. Ella no responde. La condición propuesta por mi cerebro me dice “entra”, el corazón se opone y me dice “es mejor que no lo hagas”. Se abre la puerta cuando estoy decidido a renunciar a todo. Ella está mojada. Observo su cara y lentamente desciendo mis propósitos en su cuerpo. La veo completamente bella. Sus senos son redondos y firmes. Hermosos. Luego veo un surco en su vientre; veo puntos claros alrededor de la línea que le partió la piel: ¡me encanta el carácter que le da la cicatriz! Busco con la mirada su sexo. Ahí está, palpitante, ansioso. No sé si está ansioso de mí. Me acerco a ella. Sonríe tiernamente y me exige, sin hablar, que abandone mi ropa. Lo hago. Me lava el cuerpo con inagotables caricias. Siento que mi espíritu fluctúa entre toda su anatomía perfecta. No hay morbo, pero sí hay reacciones en ambos. Sus pezones se endurecen y su mirada no se aparta de la mía.
Salimos de la regadera. Se acomoda en la cama. Oprime el botón que detona un Tango y su milonga. Concede el güisqui en todo su cuerpo. Vacía el contenido del licor en su ombligo y ahí, en la cama, bailamos Tango horizontalmente, sin hablar. Hacemos del tango una poesía para tocar los lugares vedados a los humanos. “Tú serás mi tango”, pienso mientras escucho a la mulata y la melodía que hace con suspiros y gemidos. Nos quedamos dormidos al terminar el Tango para dos. Todavía no sé su nombre…
Está de más decir que me pareció excelente!!!! Será muy agradable pasar por aquí seguido...
ResponderEliminar=)
Está muy padreeee,espero ver más de tus cuentos por acá para visitar to blog muy seguido... saluditos personita!!! :-)
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