Qué cortas las horas de este día. Pienso —no pensé ni pensaré—, sólo pienso que necesito un descanso. Debo esforzarme por descansar de esta rutina que se embebe en sí misma y me disminuye a nada. Quiero, por ejemplo, gritar en la cama como si nadie me escuchara; sentir que me he vuelto loco. Quiero parecerme más a lo que me da repulsión. ¿Por qué?, quizá simplemente porque le huyo tanto que se me olvida cuán mal me haría sentir algo que no soy. ¿Ah? Justo aquí es cuando me pregunto por qué estoy escribiendo cosas que, sin remedio alguno, se contraponen. Es cierto que estoy cansado. Es cierto, también, que no hago nada. Hoy, por ejemplo, pensé demasiado en escribir un poema. Lo pensé. Lo pensé. Lo pensé. Lo escribí. Tantán. Después lo leí y releí: ¿qué quise decir con un verso? Me froté las sienes como si eso —fuera de las películas, claro— funcionara como un interruptor de ideas: creí que hacerlo me haría llegar la iluminación divina y ya; así, sin más. Tantán. Luego me sentí superbién. Me pregunté, por ejemplo, por qué siempre que escribo de soledad tú eres mi musa. Me desespera saber que en cualquier punto del universo, en cualquier tiempo —incluso del No Tiempo— puedo acceder a mi nostalgia y desarrollar un poema que quiere ser prosa, o una prosa que desconoce las bondades de la poesía: sí, una prosa seca, una prosa que estimo inerte. Después se aflojan mis fuerzas, y es cuando cierro los ojos e imagino que te grito, imagino que me escuchas, imagino que te toco… sólo así, cansado y sin fuerzas para buscarte, sé que estás conmigo.
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