viernes, 3 de julio de 2009

La casa del té

Dice estar enamorada. Lo dice con orgullo. Lo presume sin tapujos y no sólo lo habla, además empapa el lugar donde está ella de una emoción, prácticamente, etérea. ¿Qué es lo que le pasa? Dice estar enamorada.
¿Qué es el amor?, le pregunto tajantemente y procuro que su mirada no se desvíe. Bueno, comienza a decirme, supongo que el amor predice lo que, de algún modo, ya sabemos. El amor es restaurar todo lo que se ha caído en uno; es la emoción suprema que te permite dilucidar más allá de una sonrisa y una mirada; es escudriñar en los placeres más ocultos y algunas veces vedados a cualquier persona. El amor, en suma, es querer ser a partir de lo destruido o de lo nunca alcanzado en uno mismo, gracias al impulso que alguien, con el sólo hecho de existir, puede ofrecerte.
Luego continuamos hablando. Ella pasa una y otra vez sus dedos entre el cabello perfectamente alisado, y me pregunta si me he enamorado alguna vez. Le respondo al instante que sí, que no dejo de pensar en aquellas emociones que me han dejado las personas. Ella sonríe, se mira al espejo y dibuja con la mirada su propia figura hermosa. ¡Yo estoy enamorada!, grita, eufórica, derramando sus fuerzas en aquellas tres palabras. ¿De quién?, le grito casi con la misma fuerza. Vuelve al espejo y se mira, toma aire, acaso valor, y me dice No lo sé, fulano, no lo sé. Pero sentirme enamorada me derrite los huesos y me lleva a creer que no estoy sola, que no quiero estar sola, que me permitiré una y otra vez estar contenta, entusiasmada, privada de toda amargura; estar enamorada es lo mejor que me ha pasado. Yo, con una sonrisa más peyorativa que positiva, le digo que, bueno, seguramente es lo mejor. Sí, me responde ella, nos conoceremos al rato en la casa del té, en la colonia Roma. ¡Perfecto!, le digo, entonces sí hay alguien. Ella sonríe, coge mi mano y me lleva a tomar el té, mientras en el cielo se escucha el rugido de Dios y nosotros nos conocemos en los efluvios de nuestra taza compartida.

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